domingo, 10 de octubre de 2021

Las hormigas

Fue algo extraordinario la primera vez que las hormigas le hablaron. Una que escapó de la procesión fue quien le habló. Él miraba el lugar al que se dirigían. Ella le pidió que no le contara al padre que había abandonado la procesión. Ya había notado que el padre era la hormiga que iba al frente, la más grande de todas, muy pagada de sí misma.

Ocurrió una mañana lluviosa en que él seguía bajo el calor de las sábanas, con pocas ganas de levantarse, mirando hacia el rincón. Observaba a las hormigas que bajaban en fila por la pared. Una grieta había aparecido debido a la lluvia. Era de ahí que salían: su casa. 

Cada mañana, la lluvia goteaba sin parar en aquella lata vieja del jardín. Era un sonido arrullador que él escuchaba enrollado en las sábanas, mirando a las hormigas y hablando con ellas. El cuarto estaba oscuro por la lluvia.

La plática se volvía interesante cuando él preguntaba gran cantidad de cosas. Ellas también le preguntaban (platicaban en voz baja para que nadie más los escuchara). Pero a veces no había nada de qué hablar, era aburrido y él terminaba por dormirse. Había veces en que las hormigas eran como las personas. 

Lo bueno es que nadie necesitaba gritar, ni mentir como las personas hacen todo el tiempo. Era bueno estar así, mirando. Sin decir nada. Sólo mirando, sin necesidad de hablar. Si había alguien cerca, una terminaba por hablar. Nadie podía quedarse callado. "Silencio, silencio, si yo fuera silencio me quedaría así..." Y una terminaba hablando o hacía "mmm, mmm" y reía. Nadie aguantaba. Quedarse mirando. Era tan bueno estar así que no sabía si en realidad estaba despierto o soñando. Las hormigas bajaban ordenadamente, una detrás de otra.

Una tarde el niño entró al cuarto y en la pared vio una mancha de cemento fresco. Era brutal, incomprensible. 

-¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué hiciste eso con mis hormigas?

Su padre no entendía. El niño lloraba y lloraba. El padre se alejó, pero la madre le pidió que tuviera paciencia. En temporada de lluvias los niños están muy inquietos porque no pueden salir a la calle y no tienen dónde jugar.  

Por la mañana, el niño despertaba y miraba la mancha de cemento. Permanecía mirándola hasta que empezaba a sentir un nudo en la garganta. Y cubría entonces su cabeza con las sábanas.  

Luiz Vilela (1942), escritor brasileño.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.

lunes, 11 de febrero de 2019

Fa vint anys que tinc vint anys

Fa vint anys que tinc vint anys.
Vint anys i encara tinc força,
i no tinc l'ànima morta,
i em sento bullir la sang.

I encara em sento capaç
de cantar si un altre canta.
Avui que encara tinc veu
i encara puc creure en déus...

Vull cantar a les pedres, la terra, l'aigua,
el blat i el camí que vaig trepitjant.
A la nit, al cel, a aquest mar tan nostre,
i al vent que al matí ve a besar-me el rostre.

Vull alçar la veu,
per una tempesta,
per un raig de sol,
o pel rossinyol
que ha de cantar al vespre.

Fa vint anys que tinc vint anys.
i el cor, encara, s'embala,
per un moment d'estimar,
o en veure un infant plorar...

Vull cantar l'amor. Al primer. Al darrer.
Al que et fa patir. Al que vius un dia.
Vull plorar amb aquells que es troben tots sols
i sense cap amor van passant pel món.

Vull alçar la veu,
per cantar als homes
que han nascut dempeus,
que viuen dempeus,
i que dempeus moren.

Vull i vull i vull cantar
avui que encara tinc veu.
Qui sap si podré demà.

Joan Manuel Serrat

https://www.youtube.com/watch?v=90rdInCb2sk

lunes, 20 de marzo de 2017

La red

Cuando sigas un camino en la vida, no esperes que la medianoche llegue. Mantén la vista fija noche y día, pues ante ti una red siempre se yergue. Si alguna vez quedaras atrapado, de ella nadie habrá de liberarte. Encuentra la salida por ti mismo que un nuevo inicio habrá con suerte. La red ostenta nombres muy pesados, escritos al cobijo de siete sellos que unos llaman infernal astucia y otros, primer amor de primavera. Si alguna vez quedaras atrapado, de ella nadie habrá de liberarte. Encuentra la salida por ti mismo que un nuevo inicio habrá con suerte. Nikos Gatsos (1911-1992), poeta griego. Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin (a partir de la versión inglesa de David Connolly).

Versión musicalizada de Takis Binis:

viernes, 17 de junio de 2016

Carta a mis hijos sobre los fusilamientos de Goya


No sé, hijos míos, qué mundo será el suyo. Es posible -todo es posible- que sea aquel que deseo para ustedes: un mundo simple donde sólo exista la dificultad que sobreviene de nada que no sea simple y natural. Un mundo en que todo sea permitido conforme a su gusto, sus deseos, su placer, su respeto por los otros y de otros hacia ustedes. Y es posible que ni siquiera sea esto lo que les interese para vivir. Todo es posible, aun cuando luchemos, como debemos luchar, por todo cuanto nos parezca libertad y justicia, o más que cualquiera de ellas, una fiel dedicación a la honra de estar vivo.

Un día sabrán que en toda la humanidad es incontable el número de los que pensaron así, amaron a sus semejantes en lo que tenían de único, de insólito, de libre, de diferente; y fueron sacrificados, torturados, golpeados y entregados hipócritamente a la secular justicia para que los liquidase "con suma piedad y sin efusión de sangre".

Por ser fieles a un dios, a un pensamiento, a una patria, una esperanza, o mucho al hambre incontestable que les roía las entrañas, fueron desentrañados, desollados, quemados o bañados con gas; y sus cuerpos amontonados tan anónimamente como habían vivido; o sus cenizas dispersas para que de ellas no quedase memoria.

A veces, por ser de una raza, otras por ser de una clase, expiaron todos los errores que no habían cometido o que no tenían conciencia de haber cometido. Pero sucedió también que no fueron muertos. Hubo siempre infinitas maneras de prevalecer, avanzando mansamente, delicadamente, por intransitables caminos, como se dice que son intransitables los caminos de Dios.

Estos fusilamientos, este heroísmo, este horror, fue una cosa entre mil, ocurrida en España, hace más de un siglo y que por violenta e injusta ofendió el corazón de un pintor llamado Goya, quien tenía un corazón muy grande, lleno de furia y de amor. Pero esto no es nada, hijos míos. Solamente un episodio, un breve episodio en esta cadena en que ustedes son un eslabón (¿o no serán?) de hierro, sudor, sangre y algún semen, de camino al mundo que sueño para ustedes.

He creído que ningún mundo, que nada ni nadie vale más que una vida o la alegría de tenerla. Es esto lo que más importa: esa alegría. He creído que la dignidad de que les hablarán tanto, no es sino esa alegría que viene de encontrarse vivo y de saber que en ningún momento alguien está menos vivo, sufre o muere, para que sólo uno de ustedes resista un poco más a la muerte que es de todos y que llegará.

Espero ardientemente que entiendan esto con serenidad 
un día –aunque el tedio de un mundo feliz los persiga-, sin culpar a nadie, sin terror, sin ambición y sobretodo sin desapego o indiferencia. Tanta sangre, tanto dolor, tanta angustia, no han de ser en vano. Confieso que muchas veces, pensando en el horror de tantos ciclos de opresión y crueldad, dudo por momentos y una amargura me inunda inconsolablemente. ¿Serán o no en vano? Pero, incluso que no lo sean, ¿quién resucita esos millones, quién restituye no sólo la vida, sino todo lo que les fue arrebatado? Ningún Juicio Final, hijos míos, les puede dar aquel instante que no vivieron, aquel objeto que no gozaron, aquel gesto de amor que dejarían "para mañana".

Y, por eso, nos corresponde mantener el mismo mundo que creamos, con cuidado, como una cosa que no es sólo nuestra; que nos es entregada para que la cuidemos respetuosamente en memoria de la sangre que nos corre por las venas, de nuestra carne que fue otra, del amor que otros no amaron porque les fue robado.


Jorge de Sena (1919-1978), escritor portugués.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin
(Si bien existen varias versiones al español de este texto, ésta es la traducción que aquí proponemos).

lunes, 8 de junio de 2015

Arrugas

Si permanecieras para siempre
en aquellos ojos que en ti puse,
en aquel oscilar
de virgen y cortesana eternamente,
serías el sueño prolongado
que no existe.
Mas los años, amiga,
los años que pasaron
hicieron de caucho tu piel.
Y la desesperación de las arrugas
adornó tu rostro
en un rasgo de ti misma.
sin saberlo, te desdoblaste en cascadas de gestos
en busca de lo que fuiste.
Y hay algo de injusto en todo esto,
porque mis ojos
aún tienen la misma edad.
Y el tiempo,
ese verdugo lento
hizo de nosotros una referencia,
un recuerdo oculto de lo que fuimos.
Y hoy tal vez son tus hijas
quienes heredaron de ti  
la altivez, la gracia de garza,
y el altar de adoración.
Pero tú, amiga, tú...
Tus senos de mármol,
que mordí como amante,
me los robaron de envidia
el tiempo y la lejanía.
Por eso me niego a verte hoy,
fuera de aquel recuerdo.
Dicen que es así
esto de vivir.
Y todo es crudo, injusto y triste
en esta amargura. 
Porque la belleza extrema
nunca debería morir.
Y todo lo que me ha acabado
no me preocupa,
pues nunca conté mucho
para lo bello que me diste.
Siempre voy a ser esto:
cualquier cosa,
cada vez más viejo y agreste.
Pero tú tenías derecho a la eternidad.
Tu rostro, tu cuerpo y tus manos
viven aún para mí y siempre
en el ideal que de ti guardo.
Y hay algo de injusto en todo esto,
porque mis ojos...
aún tienen la misma edad.

Pedro Barroso (1950-2020), cantautor portugués. 
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.

https://www.youtube.com/watch?v=ZNkkw9h5_h4

sábado, 2 de marzo de 2013

El pájaro y la doncella


Había entonces, en la ciudad de Santa Clara, pájaros vizcondes, especie alada en vías de extinción, tal vez por su extraño hábito de llevar consuelo a doncellas infelices. Aconteció esta vez que uno de ellos volaba descuidado cierto atardecer cuando, percibiendo el llanto de una joven reina, se posó en su ventana y habló así:

“Ya que la única cosa cierta es la incertidumbre; ya que la única cosa constante es la inconstancia; ya que todo bien está sujeto a convertirse en mal; y toda fe en incredulidad; y toda promesa en engaño; y ya que no dispones más que de una vida, que desde su comienzo es finitud, mi consejo es que no tomes nada muy en serio.

En otros tiempos, joven reina, subí a las alturas de vizconde; hoy me limito a aterrizar en el alma humana. Por eso estoy aquí: para reconfortarte. Tu caso es triste, pero, si me disculpas, me atrevo a decirte que también es trivial.

Era tu noche de gloria, eras la reina de la fiesta. Si hubieses tenido alguna duda, te bastaba tocar, disimuladamente, la corona que te ceñía la frente, el cinto que te adornaba el pecho. Tuyo era el salón, lleno de súbditos. Y el prefecto, el juez y el fiscal se inclinaban ante ti, y tuya era la mejor pista de baile.

Sé que de momento eso no te interesaba y que dedicaste una atención distraída a los muchachos que se te acercaban. Tu corazón y tu mente estaban enteramente con el joven de la Capital que mirabas con ternura, encontrándolo simpático de traje y corbata, a él que siempre usaba jeans. Y te acordabas del amorío modelo de sábado a domingo, pues durante la semana él estaba lejos, estudiando informática. Y tu padre te reclamaba, fingiéndose enojado, por la cuenta del teléfono. Y ahora él estaba ahí. Y aguardabas el instante en que te invitaría para bailar e imaginabas, delicada, que no lo dejarías hasta que la orquesta terminara.  

Fue cuando descubriste a la otra. Fue cuando notaste que aquella muchacha del equipo de televisión de la Capital, sin corona ni cinto alguno, se adueñó de tu enamorado y se pegó a él como una anguila. Los dos apenas se movían, alejados de todo ritmo y de repente desaparecieron. Y a la mañana siguiente nadie necesitó decirte a dónde fueron. Y durante los días que siguieron, tu teléfono permaneció callado; tus sábados y domingos se sumergieron en el vacío.

No tomes nada de eso muy en serio, joven reina. Nada es tan serio. Mi sentir es que un día, cuando tengas 20 años y te encuentres con él en una calle de la Capital, te sorprenderás de haberlo amado. Y te reirás de haber llorado por él. Y no necesitarás de una corona para saber que sólo es reina quien aprende a dominar sus propios sentimientos” –concluyó el pájaro vizconde.

La doncella se irguió. Ya no había llanto en su rostro, sino una cierta luz en su mirada.

Con un gesto rápido, aprisionó al pájaro vizconde. Lo encerró en una jaula y la escondió en su ropero. Y a partir de entonces, cada vez que sufría contrariedades de amor, hacía que él le dijera palabras bonitas, prometiéndole la libertad. Fue algo que jamás cumplió, pues él le había enseñado que toda promesa está sujeta a convertirse en engaño; y, además, los pájaros vizcondes ya se encontraban en vías de extinción.

Liberato Vieira da Cunha, escritor brasileño.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.

sábado, 22 de diciembre de 2012

El dolor que más duele


Machucarse el dedo en una puerta duele. Golpearse la quijada en el suelo duele. Torcerse un tobillo duele. Una bofetada, un puñetazo, un puntapié, duelen. Duele pegarse en la cabeza con la esquina de la mesa. Duele morderse la lengua. Duelen los cólicos, la caries y las piedras en el riñón. Pero lo que más duele es la nostalgia.

Nostalgia de un hermano que vive lejos. Nostalgia de una cascada de infancia. Nostalgia del sabor de una fruta que no se encuentra más. Nostalgia del padre que ya murió. Nostalgia de un amigo imaginario que nunca existió. Nostalgia de una ciudad. Nostalgia de nosotros mismos cuando había más audacia y menos canas. Duelen todas esas nostalgias, pero la más dolorosa es la nostalgia de quien se ama.

Nostalgia de la piel, del aroma, de los besos. Nostalgia de la presencia y hasta de la ausencia acordada. Podías estar en la sala y él en el cuarto, sin verse, pero se sabían ahí. Podías ir al aeropuerto y él al dentista, pero se sabían en un lugar. Podías estar todo el día sin verlo y él sin verte, pero se sabían al día siguiente. Pero cuando el amor de uno acaba, al otro le sobra una nostalgia que nadie sabe cómo detener.

Nostalgia es no saber. No saber más si él continua resfriandose en invierno. No saber si ella continua aclarándose el cabello. No saber si él aún usa la camisa que le regalaste. No saber si ella fue a la consulta con el dermatólogo como prometió. No saber si él ha comido pollo de la panadería, si ella ha asistido a sus clases de inglés, si él aprendió a entrar en la Internet, si ella aprendió a estacionarse entre dos autos, si él continua fumando Carlton, si ella continua prefiriendo Pepsi, si él continua sonriendo, si ella continua bailando, si él continua pescando, si ella continua amándolo.

Nostalgia es no saber. No saber qué hacer con los días que se hicieron más largos. No saber cómo encontrar tareas que distraigan. No saber cómo frenar las lágrimas ante una canción. No saber cómo vencer el dolor de un silencio que nada llena.

Nostalgia es no querer saber. No querer saber si él está con otra, si ella está feliz, si él está más delgado, si ella está más bella. Nostalgia es nunca más querer saber de quien se ama, y aún así, doler.

Martha Medeiros, periodista y poeta brasileña.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.
 

viernes, 2 de noviembre de 2012

Antes de que crezcan

Hay un periodo en que los padres se van quedando huérfanos de sus propios hijos. Y es que los niños crecen. Independientes de nosotros, como árboles indiscretos y aves parlanchinas. Crecen sin pedir permiso. Crecen como la inflación, independiente del gobierno y de la voluntad popular, entre el estupro de los precios, los disparos de los discursos y el asalto de las estaciones. Crecen con una estridencia alegre y, a veces, con alardeada arrogancia. Pero no crecen todos los días de igual manera. Crecen de repente. Un día se sientan cerca de ti en la terraza y dicen una frase con tal madurez, que sientes que no puedes ya cambiar los pañales de esa criatura.

¿Dónde estuvo creciendo ese pequeño ser que no te diste cuenta? ¿Dónde quedó aquel olor a leche sobre la piel? ¿Dónde quedó la palita para jugar en la arena? ¿Las fiestas de cumpleaños con payasos, amiguitos y el primer uniforme de la guardería?

El niño está creciendo en un ritual de obediencia orgánica y desobediencia civil. Y ahora tú estás ahí, en la puerta de la discoteca, esperando que no sólo crezca, sino que aparezca. Ahí están muchos padres al volante, esperando que salgan radiantes, sonriendo, con cabellos largos y sueltos. Entre hamburguesas y refrescos en las esquinas, ahí están nuestros hijos con el uniforme de su generación: incómodas mochilas de moda en los hombros desnudos o bien con el suéter amarrado en la cintura. El suéter es nuevo y pensamos que va a estropearlo, pero no tiene caso: es el emblema de la generación. Y ahí estamos, con el cabello ya encanecido. Esos son los hijos que conseguimos criar a pesar de los ventarrones, de las cosechas, de las noticias y de la dictadura de las horas que parecían interminables. Y ellos crecen un poco amaestrados, observando muchos de nuestros errores.

Hay un periodo en que los padres se van quedando un poco más huérfanos de sus propios hijos. No los recogeremos más en las puertas de las discotecas y las fiestas, cuando salen entre canciones y lenguajes juveniles. Pasó el tiempo del ballet, del inglés, de la natación y el judo. Dejaron el asiento trasero y pasaron al volante de sus propias vidas. 

Debimos haber ido por la noche a su cama para escuchar su alma respirando pláticas y confidencias entre las sábanas de infancia y los adolescentes cobertores de aquella habitación llena calcomanías, pósters, agendas coloridas y discos ensordecedores.

Crecieron sin que agotáramos en ellos todo nuestro afecto. En un principio subían a la montaña o iban a la casa de playa entre equipaje, galletas, embotellamientos, navidades, pascuas, piscinas y amigos. Sí, había peleas dentro del auto, peleas por ganar la ventanilla, peticiones de helados y sándwiches, canciones infantiles. Después llegó la edad en que viajar con los padres comenzó a ser un esfuerzo, un sufrimiento, pues era imposible abandonar a los amigos y los primeros noviazgos.

Los padres quedaron entonces exiliados de los hijos. Tienen la privacidad que siempre desearon, pero de repente mueren de nostalgia de aquellas verdaderas "pestes”. Llega un momento en que sólo nos queda mirar de lejos, resignados y rezando mucho para que acierten en sus elecciones en busca de la felicidad, y que la conquisten del modo más completo posible. Lo único que queda es esperar. En cualquier momento pueden darnos nietos. Con el nieto llega la hora del cariño ocioso y almacenado que no se dio a los propios hijos, y que no puede morir con nosotros. Es por eso que los abuelos son tan desmedidos y distribuyen tan incontrolables afectos. 

Esperar, esperar. Nos vamos haciendo expertos en ello. Miramos la puerta de nuestra casa y recordamos cuando llegaban de la escuela, fatigados, con el uniforme sucio y siempre hambrientos. Y hoy ellos entran cargando la llave del auto, trayendo consigo todo lo que pasaron en la semana y que ahora van a compartir con sus padres. Sí, llegamos a la conclusión de que ya no hay modo de mantener a aquel niño en el regazo. Tenerlo en nuestros brazos como si fuese parte de nuestro cuerpo, hoy es solamente un sueño. Sus alas ya están muy crecidas y sus ganas de volar son todavía mayores. 

Por eso, es siempre necesario hacer alguna cosa más, antes de que crezcan.

Affonso Romano de Sant' anna, escritor brasileño.
Traducción: Resih Omar Hernández Beristáin.


N. del T: El texto ha sido atribuido erróneamente a Gabriel García Márquez. No existe una sola versión de este texto; el autor brasileño lo ha reescrito y publicado varias veces. Por esta razón, se decidió partir de dos fuentes para llegar al texto que aquí se presenta. La mayor parte de él se basa en una versión que circula en YouTube:

http://www.youtube.com/watch?v=jZwl5bLT62A

La versión complementaria fue tomada de la siguiente página:

http://pensador.uol.com.br/frase/MzYyMTIy/